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La Historia del Cristo de La Habana contada por una "habanera reyoya"

El Cristo de La Habana es uno de los símbolos más amados de la Capital de Cuba. Esta escultura colosal que da la bienvenida a los visitantes muy cerca de la entrada de la bahía de la urbe, es muy apreciada por los capitalinos y también por los cubanos que la visitan y han hecho suya a esta singular metrópoli.

Por eso narraremos la historia de la monumental estatua tal y como la siente una habanera reyoya (de pura cepa, legítima, natural) y católica, que conoció la Habana antes y después de 1959, y la cuenta mezclando los datos históricos con su amor por la ciudad que la vio nacer y la verá irse a los brazos de Cristo. Se trata de Marina García Ampudia, ganadora en 2015 del Premio-Mención en el concurso de la Gestoría Cultural y Casa de La poesía de la Oficina del Historiador de la Ciudad, con su trabajo sobre la emblemática obra escultórica.

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Esta fina señora, “cubana de a pié” (de recursos económicos limitados), ha tenido la suerte de conocer Nueva York, París y Madrid, y aunque es consciente de la grandeza de esas magníficas urbes, ella prefiere a su amada Habana de la que habla siempre con un sentimiento tan profundamente hermoso y conmovedor que contagia el cariño por la ciudad a cualquiera que la escucha.

Explica “Marinita”, como la conocen sus amigos, en su trabajo que “El Cristo llegó La Habana para quedarse en el 25 de diciembre de 1958, el día de Navidad”. Asegura que la idea de la escultura se concretó tras un concurso que tuvo como ganadora a, Jilma Madera, la escultora del Cristo, en cuya casa, ubicada en el barrio de Lawton, Municipio Diez de Octubre, aún se conserva el boceto en yeso de 1,30 metro a partir del cual se erigió la estatua de 20 metros, situada en un pedestal de 3–en un lugar más elevado que el Castillo de los Tres Reyes del Morro–, cuya concreción duró dos años y fue esculpida en mármol de Carrara, el mismo que utilizara el gran maestro italiano Miguel Ángel para su “David” y demás obras escultóricas.

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Según Marina, la autora, Jilma Madera, quien llamaba a esta obra “su hijo mayor”, confesó que cambió el rostro beatífico que se había previsto originalmente, porque sintió que así debía hacerlo, por uno más cubano, auténtico, distinto con “su propia identidad tropical”, incluso en sus ropas, pues las mangas cubren solo hasta el antebrazo.

A pesar de su enorme dimensión,  la obra tiene una estructura hueca que la hace vulnerable ante los embates los fenómenos meteorológicos que suelen azotar a la Isla. Sin embargo ha resistido de forma impresionante los huracanes, tormentas y rayos que han impactado en ella. En este sentido Marina afirma que “nuestro Cristo nació con suerte”, y asegura en su escrito que Jilma lo talló nuevamente con el mismo material, “repasando cada una de sus piezas hasta el desvelo”, en 1961. También afirma que cuando le preguntaron qué le cambiaría si tuviera que rehacerlo, ella respondió sin pensar que “Nada. Lo haría exactamente igual porque tiene todo lo viril y bueno que puede tener un hombre”.

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El empeño en cuidar y preservar esta hermosa estatua monumental está siempre latente. Fue nuevamente reparada en 1986 y se le colocó un pararrayos. En Abril de 2015 una tormenta severa causó graves daños en su cabeza y cuerpo y volvió a ser restaurada. Por el arduo y sistemático trabajo de rescate, se les concedió Premio Nacional de Restauración a quienes no han cejado en el empeño de reconstruir una y otra vez – y siempre que sea necesario­– esta importante pieza de arte contemporáneo que, al decir de Marinita “es trascendental en la vida de nuestra ciudad”.

Por eso el Cristo continúa ahí, recibiendo a los viajeros, protegiendo a  La Habana y siendo cuidado a su vez por la Ciudad Maravilla que quiere mantenerlo erguido y visible desde varios de sus rincones, magnánimo, cubano e inmortal, por los siglos de los siglos, Amén.

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